7 de octubre de 2016


Georgia O’Keeffe en la Tate Modern


La Tate Modern ha organizado hasta fin de octubre de 2016 una exhibición de la obra de Georgia O’Keeffe,  al cumplirse 100 años de la primera muestra que realizó en 1916 en Nueva York en la Galería de quien fuera después su  marido, el fotógrafo y galerista Alfred Stieglitz.

Esta ha sido una excelente oportunidad para ver más de cien importantes obras de una de las pioneras del arte plástico del siglo XX, provenientes de diversas colecciones del mundo y reunidas en la Tate. Es una retrospectiva muy bien documentada que presenta didácticos paneles sobre la vida y obra de la artista.

O'Keeffe por Alfred Stieglitz
La exposición está desplegada en 13 salas dispuestas por orden cronológico, y se complementa con fotografías de Stieglitz y de otros fotógrafos amigos, como Paul Strand. Las fotografías del primer salón, junto a sus primeras obras, pertenecen a la segunda década del siglo veinte (1916-17), muestran a una O’Keefe joven y salvaje, posando desnuda. En las sucesivas salas, las fotografías de la ciudad de Nueva York o las de paisajes de Nuevo México, reflejan una íntima correspondencia con las pinturas de O’Keefe.



Georgia O’Keeffe es conocida por sus magníficas flores, esqueletos y paisajes en el desierto de Nuevo México. En esta exhibición se pueden admirar muchas pinturas que yo desconocía, desde sus primeros dibujos en grafito y carbonilla, los más expansivos trabajos en acuarela, que transmiten una especial atmósfera de imaginería sensual, hasta las últimas abstracciones de sencillos y polvorientos paisajes en óleo.

Las obras de un Manhattan nocturno con los grandes edificios iluminados por la luna, donde vivió largo tiempo en los años 20 después de casada, transmiten con luces y sombras el espíritu de la gran ciudad así como la soledad y el encierro.


La exposición muestra el desarrollo de la pintura de O’Keeffe desde una rica paleta en la representación de la genitalidad floral, en que se observa el logro de una profundidad abismal, gracias a la utilización de los diversos matices de cada color. Esa pintura va evolucionando a lo largo de los años en un paulatino despojamiento, hasta llegar a magníficos trabajos de una abstracción, economía y simplicidad absolutas, con el uso de solo dos o tres colores brillantes y despojados.

La muestra culmina con la exhibición de trabajos de los últimos años, que corresponden al final de su vida artística, que transmite toda su fuerza. Se repite una montaña con una grieta que la atraviesa en dos y en cada obra se observan pequeñas diferencias de forma con distintos colores, de una suavidad y simpleza – pero también sensible fuerza- que producen una agradable sensación de unión del cielo con la tierra. Estas últimas obras, las más grandes de la muestra - casi ricas variaciones sobre un mismo tema- me produjeron una peculiar y profunda emoción.

Ella vivió 98 años y desarrolló una particular forma de ser mujer, independiente y artista en un mundo de varones, aunque nunca quiso ser identificada con los movimientos feministas de su época.


Ana María Menéndez

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